El fin de semana lo pasamos en Punta Cana, algo que podría resumir como toda una experiencia de hedonismo y regocijo.
Pero vayamos por orden.
El viernes salimos a eso de las 11 am de Santo Domingo con rumbo a Punta Cana. Tras unas 3 horas de carretera llegamos.
Lo primero que es imposible dejar pasar es que Punta Cana es prácticamente otro país. Partiendo desde la carretera que te lleva allá, la cuál está notablemente en mejores condiciones que el resto. Al entrar, la ciudad te recibe con una estética que refleja al detalle el estilo de vida estadounidense. Esto resulta bastante impactante, dadas las condiciones de vida del resto del país.
Gancho al mentón de entrada.
Después del impacto inicial empecé a notar otras cosas que me siguieron sorprendiendo: autos de lujo por doquier, grandes zonas comerciales, buses escolares amarillos, impresionantes entradas a resorts.
De algún modo, circular por Punta Cana se sentía como caminar por una oficina de cubículos. Paredes altas por todos lados y donde el único momento en que no estás viendo una pared es cuando pasas por la entrada de un cubículo (o resort en este caso) y ves la vida que este alberga.
Aquel primer gancho me había dejado tambaleando.
Después de unos minutos llegamos al Sunscape Dominican Beach. Acá pasaríamos los siguientes 3 días sin tener que salir ni enterarnos de lo que estaba pasando fuera. Cuando lo recuerdo, aún me parece un poco increíble el nivel de desconexión con el exterior que se puede alcanzar ahí dentro. Una guerra podría haber estallado y los extraterrestres podrían estar invadiéndonos, y nosotros habríamos seguido chapoteando felices como patos.
Al entrar al resort un grupo de personas se acercó al auto y de forma rápida y diligente descargaron todo y lo llevaron al hall de entrada, mientras con una sonrisa amplia te preguntaban cómo estabas, te entregaban una copa con jugo y te llevaban a una fila para hacer check-in. Todo esto en minutos, en una coreografía bien ensayada y eficientemente ejecutada.
Dos golpes al estómago.
A esta altura todo se movía en círculos y sentía que me iba a la lona en cualquier momento. Pega Martín, pega! me decía una voz, pero la contienda era desigual.
En general nuestro estilo de turisteo con Viviana es mucho más austero y “normal”, por decirlo de algún manera. Nos quedamos en hostales, nosotros movemos nuestras cosas, caminamos, viajamos en micro, cocinamos si podemos, y en el fondo tratamos de vivir como lo haríamos en nuestra casa, pero en otro lado.
Este lujo y comodidad me tenía aturdido, no me lo esperaba. Cuando pensaba en un resort me imaginaba algo como un hotel con piscina y donde podías comer y tomar lo que quisieras, pero eso de que te hicieran todo me confundió.
En cuanto entramos al resort lo primero que hicimos fue almorzar. Fuimos a un buffet, simplemente entrabas y comías todo lo que se antojara. Te traían jugo, cerveza, tragos, lo que pidieras. El lugar era una suerte de oasis, con edificios, juegos, bares y más, todo cuidadosamente encajado entre piscinas y palmeras.
Un golpe más. La lona se aproximaba rauda en un fuerte abrazo.
Lo que quisieras estaba a la mano, toallas para secarte, podías pedir jugo sin salir del agua, podías comer pizza durante todo el día, podías estar todo el día comiendo y tomando sin sacarte el traje de baño.
Knockout.
Nunca había estado en una situación así. Cuando llegó la hora de partir y vi al guardia de la entrada, recién fuí consciente de que llevábamos 3 días sin salir de ahí. Fue como estar 3 días encerrado en una pieza, con todas las comodidades, pero encerrado de todos modos. Cero contacto con el exterior.
No puedo decir que no lo pasé bien, porque fue un gran fin de semana. Pero no deja de asombrarme, cuando lo pienso me parece irreal, casi Orwelliano.
Lo haría de nuevo? Por supuesto.