Si hay algo me quedo grabado en la cabeza respecto a Madrid fue el intenso calor y el implacable sol.
Pero primero partamos por decir que Madrid es un ciudad interesante. El centro es como un destilado de españolidad, entregando jamón, vino y churros en una concentración peligrosa para la salud. La cantidad de tiendas vendiendo jamón ibérico, chorizos, vinos y todo tipo de productos típicos en este sector resulta sorprendente. Me atrevería a decir que en el centro es mucho más fácil comprar un vaso de vino y una tabla de jamón que una botella de agua y una manzana.
Madrid tiene varios distritos, cada uno con una personalidad diferente, pero creo que es acertado decir que en general la comida es lo que amalgama las distintas partes en una ciudad, porque literalmente todo parece girar en torno a tapas y cañas. En comparación con Bilbao, comer en Madrid resultó tener una idiosincrasia mucho menos confusa y notablemente más simple de entender.
El centro histórico es un núcleo de adoquines y cemento que actuaba como horno ante el inclemente y despiadado sol que guisaba a turistas y locales por igual. Al alejarse un poco del centro era posible encontrar refugio ante la inexorable lluvia de rayos UV en lugares como el Parque del Buen Retiro, los Jardines del Campo del Moro o los Jardines de Lepanto, ambos a los costados del Palacio Real.
Algo que me sorprendió bastante en la parte histórica fueron los pocos edificios antiguos que no han sido “restaurados”. Las construcciones restauradas que habíamos visto hasta el momento en otras partes eran básicamente la construcción original reparada, cuidando de no alterar excesivamente la fachada ni ningún elemento de importancia, de modo que pudiera ser usada sin problemas, pero sin perder la construcción original. Por el contrario, las construcciones restauradas en Madrid tenían un aspecto más parecido a un edificio nuevo que a uno restaurado. Que un edificio de 500 años se vea como si hubiera sido levantado hace 10 en realidad no da muy buena espina respecto a la restauración. Según supimos, en Madrid hay muy pocas construcciones protegidas por la UNESCO, lo que probablemente explica la ligereza con la que se restauran los edificios históricos.
Sospechoso.
Por otro lado, Madrid me resultó sorprendentemente reminiscente a Santiago (guardando las diferencias), tanto la ciudad como la gente. Claramente Madrid es muy diferente a Santiago y no me atrevería que se parecen, pero había algo en el fondo que me recordaba al hogar. Tal vez estuviera relacionado con tener organizaciones similares, o por compartir el idioma, o por pequeñas idiosincrasias comunes, o tal vez fuera que tantos meses lejos de Chile hayan trastocado un poco nuestros recuerdos, pero Madrid indudablemente se sintió más familiar de lo que esperábamos.
Los suburbios de Madrid ofrecían un paisaje diferente.
En Madrid de nuevo tuvimos la suerte de tener una amiga que nos recibió, nos dio los tips millonarios y nos hizo sentir como en casa. Gracias a esto conocimos Majadahonda, algo así como el San Bernardo de Madrid.
Majadahonda fue sorprendentemente agradable. Si bien está lejos del centro de Madrid, es mucho más verde, menos frenético y más humano. Además tuvimos la suerte de llegar justo durante los días de fiesta del lugar, lo que nos permitió ver de primera mano un encierro de toros y una competencia de tapas.
Inesperado pero bueno.
PS: gracias totales a Rosa por recibirnos en su casa y darnos un pedacito de hogar lejos del hogar. Pueden seguir sus increíbles aventuras en su cuenta de instagram.
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