Sorprendentemente, Milán resultó una ciudad más desabrida de lo que esperábamos.
No es que nuestras expectativas fueran particularmente altas, por el contrario, no esperábamos nada en especial. Sin embargo, y a pesar de esto, nos encontramos con una ciudad bonita, ordenada, limpia, pero aguada y sin una esencia especialmente atractiva.
Sé que esto es algo muy relativo, y consecuentemente difícil justificar, así que tratemos de ir por partes. Partamos por decir que prácticamente todas las ciudades en que hemos estado en Italia nos permiten evocar una imagen de algo de esa ciudad que haya marcado nuestra visita. De Milán no podemos decir lo mismo, más allá de un par de nimiedades (un helado rico que probamos, una cosa chora que vimos en el metro, etc.).
Luego, si hacemos el ejercicio de pensar “y si no hubiéramos visitado esa ciudad?”, todas las urbes ofrecen algo que habría sido lamentable perderse. En el caso de Milán, no hay nada que realmente hubiéramos lamentado perdernos, y probablemente este sea el indicador más elocuente respecto a esa sensación de falta de enjundia que nos dejó nuestra visita.
Que no se mal entienda, el lugar claramente tenía lo suyo: el Duomo es una magnífica obra de arte, lo mismo que la Galería Víctor Manuel II. Además con sólo ver a la gente en la calle te queda claro por qué Milán es la capital de la moda. La arquitectura y diseño de numerosos edificios y servicios es francamente admirable. Sin embrago, de algún modo todo eso no lograba darle suficiente profundidad a la ciudad como para haber dejado algún tipo de marca en muestras memorias.
Tal vez fue que no visitamos los lugares correctos, o no hicimos las visitas adecuadas y nos perdimos lo bueno. En cualquier caso, si este fuera el motivo, creo que en fondo refuerza la impresión de que realmente no hay mucho que hacer en Milán y que le falta un poco de enjundia.
Como dirían en Diego y Glot “harto más o menos la ciudad”.
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